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La Cámara de Diputados aprobó en general y postergó para esta semana el tratamiento en particular del proyecto de ley que establece una “pensión universal” para adultos mayores, ya sancionado por el Senado, pese a carecer de fuente de financiamiento, lo cual es una tremenda irresponsabilidad. Mucha gente ingenuamente se deja seducir y engañar por este tipo de medidas y cree que está perfectamente justificado que el Estado se encargue de pagarles a estas personas, pero deben saber que el dinero saldrá necesariamente de sus bolsillos, con más impuestos y con recortes de otros servicios públicos. Cuando los organismos multilaterales advierten de una “explosión de la deuda pública” en Paraguay en los próximos 30 años es exactamente a esto a lo que se refieren.
Con la ley actual, reciben una “pensión alimentaria” personas mayores de 65 años en “situación de pobreza” conforme a un censo previo, cuya escrupulosidad es difícil de verificar, pero que por lo menos se maneja dentro de ciertos parámetros y requisitos. El beneficio alcanza actualmente a 307.305 adultos mayores que supuestamente cumplen los criterios, que perciben una asistencia mensual del 25% de un sueldo mínimo, una cifra que podrá parecer exigua, pero que en este 2024 demandará 340 millones de dólares, equivalentes a un tercio de todo el presupuesto de salud pública.
Si se termina sancionando y promulgando esta nueva ley, se eliminarán los requisitos y la obligatoriedad del censo para hacer que el beneficio sea “universal” y llegue casi automáticamente a todos los mayores de 65 años por el solo hecho de haberlos cumplido, con la única condición de que no estén inscriptos como contribuyentes ni como aportantes de alguna caja jubilatoria. Originalmente, incluso, la propuesta era bajar la edad a 60 años y elevar la asignación a la mitad de un sueldo mínimo, lo cual habría sido financieramente catastrófico ya en el corto plazo, pero aun el proyecto aprobado por el Senado, que mantiene el monto y la edad –excepto para los indígenas y personas con discapacidad, que podrán pensionarse a los 55 y 60 años, respectivamente–, genera presiones de gastos extraordinarios, de crecimiento exponencial, que ponen seriamente en riesgo la sostenibilidad fiscal.
Se calcula que en una primera etapa ello expandiría la pensión a 500.000 personas, unas 200.000 más, que supuestamente ingresarían gradualmente, aunque nadie explica cómo se hará para controlar la corruptela y para evitar la politización electoral con fondos públicos. Pero si esto es de por sí complicado para el fisco en lo inmediato, lo será mucho más a medida que pase el tiempo, cuando la escalada se vuelva inatajable.
Ello es así por las particulares circunstancias del Paraguay, debido a la bajísima cobertura de la seguridad social, que llega a no más del 20% de la fuerza laboral, incluyendo trabajadores, cuentapropistas, microempresarios y patrones. Con una población activa con una media de edad de 39 años y con una altísima informalidad, en relativamente poco tiempo habrá no 500.000, sino, literalmente, millones de personas mayores de 65 que podrán acogerse a la pensión.
Para tener apenas una idea de lo que esto significa, si el Estado paraguayo tuviera que pagarles 25% de un salario mínimo mensual a tan solo 1 millón de personas (algo que va a ocurrir muy pronto si se aprueba esta ley), ello exigiría destinar cerca 1.200 millones de dólares por año. Para poder solventarlo, a valores actuales, habría que incrementar un 50% el impuesto al valor agregado (IVA) solamente para este fin, sin considerar todas las otras incontables necesidades y prioridades estatales. Nada de esto es fantasía, son cálculos conservadores; si esto no se detiene, la realidad será mucho peor.
Por lo tanto, en vez de “universalizar” el beneficio, lo que hay que hacer es lo contrario, focalizarlo mucho más y asegurarse de que le llegue única y exclusivamente a personas en extrema pobreza y a nadie más. Lo que sí se debe universalizar es el aporte a la seguridad social, para que todas las personas que hoy trabajan contribuyan a un fondo que les permita tener un ingreso a la hora de retirarse.
Más allá de las presuntas buenas intenciones y de la sensibilidad social de la que tanto alardean los políticos, siempre que sea con el dinero de los demás y no con el suyo, esta ley no solamente debe ser vetada si se llegase a aprobar, sino que hay que hacer exactamente lo opuesto a lo que ella postula.