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El expresidente colombiano Ernesto Samper dijo en el Foro Latinoamericano de las Ideas, un evento para promover el diálogo político surgido de la cumbre de la Misión Presidencial Latinoamericana y cuya última edición acaba de realizarse en Asunción, que el mayor peligro para la democracia en la región es la polarización ideológica. Observó que ello crea una división pasional antes que racional y dificulta muchísimo el alcance de acuerdos para abordar los grandes problemas que son comunes a todos. Nos permitimos puntualizar que no solamente la polarización ideológica propiamente dicha, sino la polarización en general, de la que Paraguay no está exento y, riesgosamente, cada vez lo está menos.
Las sociedades modernas, las relaciones humanas, las instituciones, las culturas, las subculturas, las incontables personalidades e individualidades que componen un país son extremadamente complejas como para pretender reducirlas a dos visiones contrapuestas, a blanco y negro, como tiende a querer ocurrir en los procesos de polarización.
En uno de sus famosos ensayos (“Un país no es una empresa”, 1996), el Premio Nobel de Economía Paul Krugman ilustra el tema con el siguiente ejemplo: la economía estadounidense emplea 200 veces más gente que la General Motors. Pero aun ese ratio de 200 a 1 subestima enormemente la diferencia de complejidad entre una y otra porque, matemáticamente, las potenciales interacciones en un grupo grande de personas son proporcionales al cuadrado de su número, lo que eleva la cifra a niveles exorbitantes e inabarcables. De ahí que incluso una comunidad relativamente pequeña es incomparablemente más compleja de lo que podría ser la más grande de las compañías.
Querer simplificar y encapsular la realidad, descartando cualquier otro punto de vista es, además de imposible y erróneo, muy peligroso. Es la base de los autoritarismos y los desastrosos experimentos sociales que, aunque puedan dar la sensación de funcionar durante un tiempo, invariablemente terminan en sufrimiento, grandes tragedias humanas, y no solamente no resuelven los problemas y las tensiones, sino que los agravan dramáticamente.
Las democracias no son perfectas ni pueden serlo. Si ya es difícil convivir en una pareja, en una familia, ¿cómo será entre millones de personas? Pero tienen el gran mérito precisamente de posibilitar la coexistencia de todas esas fuerzas disímiles, contradictorias y hasta antagónicas. Establecen un marco institucional y un Estado de derecho –siempre imperfectos, repetimos– dentro de los cuales se pueden desenvolver de manera pacífica, con reglas que cumplir, garantías que respetar, mecanismos para acceder y ejercer el poder, así como para ejercitar las potestades ciudadanas.
La democracia tiene un extraordinario poder moderador que deja muy poco espacio a los extremismos, sean ideológicos, tanto de izquierda como de derecha, sean religiosos, sean culturales o de cualquier tipo. No es que los suprima, sino que los aísla y no les permite imponerse por sobre el resto, y esa es la razón por la cual esos grupos la menosprecian, la atacan, procuran desacreditarla por todos los medios, cuando no directamente saltarse la institucionalidad y la ley que ponen freno a sus pretensiones hegemónicas.
En democracia, la multiplicidad de intereses, de corrientes de pensamiento, de individuos y de organizaciones afines y contrapuestos “negocian” permanentemente, de una manera u otra, no les queda alternativa. Buscan acuerdos y consensos básicos, no solo a través del sistema político, sino en prácticamente todos los ámbitos de la vida cotidiana al amparo de la ley. Debido a esta dinámica, en una democracia ningún grupo puede hacer lo que se le antoje ni autoasignarse facultades absolutas, aunque quiera, porque obviamente hay otros grupos que también se hacen escuchar y respetar, aun si son minoritarios.
El resultado es que, típicamente, en las democracias pueden soplar a veces vientos de derecha, a veces vientos de izquierda, hoy pueden gobernar estos, mañana aquellos, pero para acceder al poder y para ejercitarlo, si se mantiene la institucionalidad, en la práctica nadie puede irse a los polos ni atribuirse la suma del poder, ya que necesariamente tiene que contemplar y hacer concesiones al resto, aunque no le guste.
La preocupación de Ernesto Samper y de muchos otros que ven con inquietud el dañino fenómeno de la polarización es más que justificada. Lamentablemente, esas fuerzas fundamentalistas están ganando terreno, y no solamente en América Latina. Pero no hay fórmulas mágicas, por mucho que nos quieran hacer creer lo contrario. Por imperfectas que las democracias sean, son la única vía de convivencia libre y civilizada.