La pobreza extrema se puede eliminar

La lacerante realidad de los indígenas que acampan y mendigan con niños pequeños en condiciones infrahumanas en Asunción y otras ciudades plantea, además de un conflicto ético, una gran contradicción. Según la última Encuesta Permanente de Hogares (EPH), la pobreza extrema medida por indicadores monetarios afecta al 3,9% de la población, lo que equivale a aproximadamente 300.000 personas o 60.000 familias, entre las cuales una alta proporción pertenece precisamente a comunidades nativas. Sin embargo, el Estado paraguayo mensualmente distribuye subsidios directos destinados supuestamente a aliviar las condiciones de los más pobres a más de 600.000 beneficiarios, al margen de los diversos servicios públicos en áreas sociales, que año a año consumen miles de millones de dólares del Presupuesto. Evidentemente, algo no está funcionando.

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Es importante distinguir entre pobreza y pobreza extrema. La definición tradicional utilizada en Paraguay es que son pobres aquellos cuyos ingresos familiares no alcanzan para cubrir una canasta básica de consumo, con una lista de componentes de primera y segunda necesidad, mientras que los pobres extremos son aquellos a los que no les alcanza ni siquiera para una canasta básica de alimentos. El Instituto Nacional de Estadística también incorporó el “Índice de Pobreza Multidimensional”, que combina factores cualitativos y concluye que uno de cada cuatro habitantes del país es pobre, pero no hace la discriminación entre pobres y pobres extremos. La medición más reciente de “pobreza monetaria” se hizo con la EPH de fines de 2021, que arrojó que el 26,9% de la población es pobre y, dentro de este grupo, un 3,9% es indigente, con una línea trazada en 10.406 guaraníes por día.

Esos indígenas que vemos en las calles, desnutridos, con niñas adolescentes con bebés en brazos, sin ninguna educación, sin capacidades ni aptitudes mínimas para desempeñarse siquiera en trabajos sencillos, con adultos marginalizados, abúlicos, con alta incidencia de alcoholismo y enfermedades como tuberculosis o de transmisión sexual, pertenecen a esa última categoría. Son personas a las que indefectiblemente hay que ayudar con asistencia estatal directa, porque, salvo alguna rara excepción, no tienen ninguna posibilidad de prosperar por sí mismas. Muy probablemente la mayoría de los ciudadanos esté de acuerdo con concentrar los esfuerzos y el uso de sus impuestos en estos segmentos, junto con otros como los niños de la calle o bolsones de grave precariedad en comunidades alejadas y aisladas, con la esperanza de que los más chicos ya puedan aprovechar oportunidades y mejorar su calidad de vida.

Pero eso no está ocurriendo y es perfectamente legítimo por parte de los ciudadanos preguntarse por qué sigue habiendo tantos menesterosos cuando el Estado paraguayo gasta 15.000 millones de dólares al año y cuando existen múltiples programas estatales, cada vez más grandes y más costosos, diseñados para ocuparse del problema. Por citar ejemplos: Tekoporã, Tekoha, Tenonderã, Asistencia a Pescadores, el Proyecto de Apoyo a Comedores Comunitarios, el Programa de Asistencia Alimentaria a Adultos Mayores y el Programa Abrazo, “de prevención, intervención y protección a niños, niñas y adolescentes que realizan actividades económicas en espacios públicos, olerías, vertederos y agricultura”. Tekoporã y Adultos Mayores tienen 485.000 inscriptos y para este año un presupuesto de 370 millones de dólares. Para tener una idea, si hay 60.000 familias indigentes, con ese dinero se le podría dar 4 millones de guaraníes por mes a cada una.

La contradicción es todavía mucho más llamativa si se tiene en cuenta que el monto asignado en el Presupuesto 2023 para “promoción y acción social” es de 900 millones de dólares, y si se le suma educación, salud y seguridad social, el Estado paraguayo destina a “servicios sociales” más de 6.000 millones de dólares al año.

El primer motivo por el cual los resultados no son los esperados es la propia ineficiencia estatal, lo que incluye la generalizada corrupción. De hecho, en los últimos veinte años el gasto público a valores de hoy, tomando el promedio del tipo de cambio por quinquenio, ha sido de 113.000 millones de dólares. Si ese dinero se hubiese utilizado correctamente, hoy Paraguay estaría como mínimo en las puertas del desarrollo.

El segundo motivo es la ausencia de una adecuada focalización. Fondos no faltan, ni siquiera escasean, como claramente lo demuestran las cifras mencionadas. El tema es que se dispersan, se desvían, terminan en grupos de presión o en la clientela política, se despilfarran en salarios y burocracia, llegan a los que no necesariamente deberían recibirlos y no a las personas que realmente tienen que ser asistidas.

Es sumamente penosa la situación en que están muchos de nuestros compatriotas y es desgarrador ver a niños débiles y agotados durmiendo en el asfalto a pleno sol frente al Indi, como ha publicado nuestro diario. Pero la pobreza extrema en Paraguay no debería ser un problema sin solución, primero porque la población afectada es relativamente pequeña y segundo porque existen los recursos, solo hay que utilizarlos mucho mejor, con menos populismo y politiquería y con más honestidad y eficacia.

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