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Hace unos días, una niña aborigen fue embestida por una camioneta al intentar cruzar la avenida Artigas; sigue internada en el Hospital de Trauma, con pronóstico reservado. Había venido a la capital sin sus padres, integrando un grupo de la comunidad Mbya Guaraní, de Caaguazú, que reclamaba víveres frente a la sede del Instituto Paraguayo del Indígena (Indi), situada en un exrecinto militar. El lamentable accidente debe servir para que el Estado y la sociedad civil actúen de una vez por todas para poner fin a las pésimas condiciones en que se hallan los nativos que suelen acampar allí desde hace ya mucho tiempo, demandando la titulación de tierras o asistencia técnica, entre otras cosas. Conviven hacinados bajo pequeñas carpas de hule, en medio de la suciedad y sin contar con baños. Solo el último domingo arribaron unos 580, la mitad de ellos, niños. Se trata de un espectáculo horrible y continuo ante el que no cabe permanecer indiferente, como lo vienen haciendo el Gobierno, las organizaciones de derechos humanos, las iglesias.
A raíz de las quejas de los vecinos, alarmados por los hurtos cometidos en sus viviendas, el Indi se puso en campaña el año pasado para librarse de los sucesivos demandantes, trasladando sus oficinas a otro sitio; el actual presidente, Pablo Santacruz, intentó hablar con el jefe del Poder Ejecutivo, obteniendo como respuesta un rotundo silencio. Según Judith Rolón, directora de Derechos Humanos, “el Indi solicitó un predio en las altas esferas, aunque tiene que haber un lugar de desafectación”; en otras palabras, ninguna entidad pública querría ceder un espacio, solo para que el drama se traslade a otro vecindario y la penosa historia se repita.
Todo indica que –lamentablemente– la presencia del instituto y de los aborígenes que acuden a la avenida Artigas será indeseable en todas partes, sobre todo si la Policía Nacional y la Municipalidad de Asunción no hacen cumplir las leyes ni las ordenanzas, que también deben ser respetadas por quienes viven en la pobreza o en la miseria, como la inmensa mayoría de los nativos. El Indi habría pedido a sus líderes –en vano– que no traigan a los niños consigo, exponiéndolos a peligros que hasta pueden ser mortales, ante la evidente ignorancia del deber de cuidado. Sin duda, nadie habría velado por la seguridad de la niña que terminó atropellada, aunque había sido confiada a un cacique que la trajo a la capital.
La Carta Magna dice que la familia, la sociedad y el Estado deben garantizar al niño “el ejercicio pleno de sus derechos, protegiéndolo contra el abandono, la desnutrición, la violencia, el abuso, el tráfico y la explotación”; toda persona puede exigir a la autoridad competente el cumplimiento de tales garantías y la sanción de los infractores. Por su parte, el código respectivo obliga a quien sepa de una violación de los derechos y garantías del niño a comunicarla de inmediato a la Consejería Municipal por los Derechos del Niño, Niña y Adolescente (Codeni), al Ministerio Público o al defensor público. Empero, los menores aborígenes, que acompañan a adultos irresponsables, están desamparados a la vista de todos y hasta explotados sexualmente en otros sitios de la capital. Según la ministra de la Niñez y la Adolescencia, Teresa Martínez, existe “una gran falta en el área de la persecución penal de estos hechos”; por cierto, el viceministro Eduardo Escobar denunció hace dos años que el célebre cacique Tomás Domínguez manipulaba a unos doscientos indígenas acampados frente a la sede del Indi, mientras él estaba cómodamente hospedado.
No todo está en manos del instituto. Tiene razón su directora de Derechos Humanos al sostener que hacen falta una mayor presencia de las entidades públicas y un verdadero proyecto de desarrollo, pero por de pronto urge encarar el drama de los campamentos atestados y en las peores condiciones higiénicas. Es muy lamentable que a nadie conmueva la penosa situación de estos compatriotas. La cuestión no es ocultar la indigencia, sino impedir que quienes la sufren aguarden en circunstancias degradantes los auxilios que volverán a exigir en poco tiempo, porque no pasan de promesas o solo sirven para enfrentar situaciones de emergencia. Las dolorosas escenas de la avenida Artigas –o de la estación central del ferrocarril– se repetirán mientras la problemática indígena no sea encarada con la seriedad necesaria. Entretanto, resulta imperioso enfrentarla para que retornen a sus tierras, principalmente por razones humanitarias para ellos y los propios asuncenos. Es intolerable, en fin, que los pueblos originarios no puedan prosperar en sus respectivos terruños y lleguen al extremo de que sus criaturas vengan a Asunción, corriendo el riesgo de perder la vida o ser explotadas sexualmente.