Paraguay, el país sudamericano con más reclusos sin condena

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El 22 de enero de este año, un informe del Ministerio de Justicia reveló que el Paraguay fue en 2021 el país sudamericano con más reclusos sin condena: en tal estado se hallaba más del 70% de un total de 15.216. La deplorable situación persistió en gran medida este año, dado que, según datos del Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura (MNP), el porcentaje llegó a fines de octubre al 68% de un total de 16.536 presidiarios. A nivel mundial, nuestro país se ubica en el cuarto lugar en la proporción de presos sin condena, según dicha entidad estatal, que implementó un Programa Piloto de Prevención de la Pena Anticipada, en favor de quienes se hallan en prisión preventiva durante más tiempo que el permitido por la ley. Sobra decir que, pese a la disposición constitucional contraria, tanto los procesados como los condenados comparten las mismas cárceles atestadas, carentes de instalaciones separadas para unos y otros.

Que una persona esté privada de su libertad, sin haberse dictado un fallo condenatorio, parece oponerse al principio de que debe presumirse la inocencia; empero, la Carta Magna admite la prisión preventiva cuando fuese “indispensable”, en tanto que el Código Procesal Penal (CPP) establece como requisitos conjuntos que haya elementos de convicción suficientes sobre la existencia de un “hecho punible grave”, que sea necesaria la presencia del imputado, que pueda sostenerse “razonablemente” que es autor del hecho y que exista el peligro de que se fugue u obstruya la investigación.

Aparte de la falta de establecimientos adecuados, el hacinamiento de los penales es atribuible a que los jueces abusan de esta medida cautelar de carácter excepcional, muchas veces por temor a que la opinión pública los acuse de favorecer la impunidad y, por ende, el aumento de la delincuencia. Deberían tener el valor de responder solo a la ley y a su conciencia, tanto para sentenciar como para imponer una medida sustitutiva o alternativa de la prisión preventiva. La aplicación casi automática de esta ha contribuido menos a reducir la inseguridad que a superpoblar las prisiones, donde presuntos rateros –no condenados– terminan siendo reclutados por la mafia allí instalada. A ello se suma su duración indeterminada, que puede extenderse desde los seis meses, que es la pena mínima para ciertos delitos, hasta los cinco años, que es la prevista para hechos punibles graves, como el homicidio doloso, pese a que el CPP prohíbe expresamente que la prisión preventiva dure más de dos años.

En su duración también influye, de hecho, la excesiva dilación de los procesos penales, que suele atribuirse no solo al recargo de trabajo de la judicatura, sino también a su consabida morosidad: una persona inocente, que carezca de dinero y de influencia, no puede confiar tanto en una pronta sentencia absolutoria como en el cumplimiento de algunos de los plazos fijados para la duración máxima de la prisión preventiva. Entre las medidas alternativas o sustitutivas, que apuntan a evitar el peligro de fuga o de obstrucción de la pesquisa por parte de un imputado en libertad, figuran el arresto domiciliario y la obligación de presentarse periódicamente ante la autoridad designada por el juez, disposiciones estas que pueden ser impuestas conjunta o indistintamente, siempre que, entre otras cosas, el imputado no sea un reincidente ni el hecho que se le atribuye implique un crimen, sancionado con pena privativa de libertad mayor de cinco años. En este punto llama la atención que muchos rateros y otros delincuentes que tienen un frondoso prontuario –algunos con una decena o más de entradas en prisión– sigan haciendo de las suyas en las calles, mientras que otras personas sospechadas de un primer incidente delictivo ya sufren la cárcel.

La aplicación sistemática de las medidas alternativas contribuiría a poner fin al escándalo de que la mayoría de la población penitenciaria esté integrada por personas que, en puridad, aún gozan de la presunción de inocencia. El grave problema radica en que su cumplimiento no es vigilado como se debe, con el resultado de que los beneficiarios podrían volver a las andadas, si en verdad fueran unos facinerosos. Es necesario, entonces, que exista un control muy riguroso, tan riguroso como deber ser el juez al determinar si se han dado los requisitos conjuntos exigidos por el CPP para dictar la prisión preventiva, que solo procede “cuando fuese indispensable en las diligencias del juicio”. En caso de duda, tendría que abstenerse de tomarla, en virtud del principio “in dubio pro reo”.

Es aberrante que un procesado que resulte inocente haya sido privado de su libertad, aunque más no sea por un día, razón por la que se ha dicho que “es mejor que diez personas culpables escapen a que un inocente sufra”. El 15 de noviembre de 2018 fue absuelta de culpa y pena una señora, acusada de homicidio por un pariente, que se hallaba en prisión preventiva ¡¡¡desde el 6 de mayo de 2016!!!, además sin que la Fiscalía haya ofrecido una sola prueba en su contra. ¿Quién le devuelve esos años perdidos? La Ley Suprema prevé una indemnización por el Estado solo en caso de condena por error judicial. Claro que hay que combatir la impunidad, pero también injusticias flagrantes como esta, que demuestran hasta qué punto se abusa de la prisión preventiva.

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