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En lo esencial, los legisladores sancionan leyes y controlan a los otros poderes del Estado, en representación del pueblo que los elige cada cinco años, pudiendo reelegirlos por tiempo indefinido, pero no así revocar sus respectivos mandatos. Sus importantes funciones y el alto honor que tienen gozan de la protección especial que supone la inmunidad: no pueden ser acusados judicialmente por lo que opinen en el ejercicio del cargo ni ser detenidos, salvo que fueran hallados en flagrante delito; solo pueden ser procesados, previo desafuero por mayoría de dos tercios de la respectiva Cámara. Como se ve, gozan de privilegios y protecciones extraordinarias, vedados al común de la gente. Disfrutan hasta de estacionamiento, chofer, secretaria y oficina, todo gratis, sin retribuir con un servicio notable. Una mayoría de legisladores cae bajo estas características, en contraste con quienes tratan de honrar sus cargos.
En contrapartida, sus labores no son extenuantes, pues las sesiones plenarias y las de las comisiones asesoras duran no más de ocho horas semanales, en tanto que las “vacaciones” se extienden desde el 21 de diciembre hasta el 1 de marzo; más aún, no están obligados a decir una sola palabra, pues basta con que levanten la mano a la hora de votar. Así, a lo largo del tiempo han sido muchos los legisladores a quienes no se les ha conocido el tono de su voz en el ejercicio del cargo. Por lo demás, pueden ejercer sus respectivas profesiones, en sus prolongadas horas libres. Aparte de cobrar 32 millones de guaraníes mensuales por sus servicios a la nación, disfrutan de un excelente seguro médico privado, de cupos de combustible, de viajes oficiales al exterior, con los gastos cubiertos por los contribuyentes y de una jubilación tras ocupar una banca solo durante diez años. Además, tienen a su disposición un ejército de funcionarios, totalmente supernumerarios, que le cuestan también muy caro a Juan Pueblo.
Y bien, pese a sus envidiables condiciones de trabajo, por así llamarlas, los parlamentarios suelen tener el pésimo hábito de no asistir a las sesiones, sin causa justificada. La falta de quorum resultante impide el tratamiento de un proyecto de ley, lo que también se suele lograr mediante el ardid de retirarse durante las deliberaciones. La pandemia dio lugar a que la gran mayoría de los legisladores pueda opinar y votar desde la comodidad de sus hogares, aunque incluso así puede ocurrir que no esté presente, ni siquiera en forma telemática, la mitad más uno de los miembros. Los diputados eliminaron las sesiones virtuales en marzo, pero volvieron a ellas poco después, llamativamente en coincidencia con el inicio ilegal de las campañas electorales.
El reglamento interno de la Cámara Baja prevé que el presidente del cuerpo legislativo multe a los ausentes sin motivo y a quienes abandonen una sesión sin el debido permiso, en forma reiterada; no obstante, son muy raros los casos en que ejerce dicha facultad: en los tres años anteriores, el diputado Pedro Alliana (ANR) solo sancionó a siete colegas. El reglamento interno del Senado dispone algo similar, pero también aquí la impunidad es la norma, porque el común de los congresistas no se siente obligado ante nada ni nadie, ni siquiera ante su propia conciencia, que dista mucho de ser exigente; no está sujeto a “mandatos imperativos” de ningún tipo, así que puede hacer o dejar de hacer lo que se le ocurra. No son como el “común” de la gente, al decir del grotesco exdiputado Carlos Portillo (PLRA), el mismo que cobró un viático sin viajar a una reunión en Las Vegas. A propósito, los parlamentarios aprecian mucho el dinero público, pero no para cuidar de él con celo, sino para derrocharlo con ganas, en beneficio propio y de la clientela.
Conste que hay quienes no solo cobran sus dietas, sino que también venden su voto para apoyar a un candidato a presidir la Cámara Baja, como reveló en 2017 el diputado Hugo Rubin (PEN), o una iniciativa en torno a la concesión de una ruta, como denunció un año antes el entonces senador Mario Abdo Benítez (ANR), al comparar el Senado con un prostíbulo.
La considerable degradación moral e intelectual del Parlamento paraguayo solo puede ser revertida por los ciudadanos que no se dejen engañar por quienes en los próximos meses concurrirán cada vez menos al Palacio Legislativo, ya que necesitarán aún más tiempo para embaucar a la gente, en compañía de sus “operadores políticos” rentados. Nada menos que 34 de los 45 senadores aspiran a conservar sus apetecibles prerrogativas.
Es hora de que los ciudadanos contribuyentes se pregunten hasta cuándo seguirán manteniendo a una gran cantidad de quienes, viviendo con muchos privilegios, no solo prestan un flaco servicio a sus representados, sino también con frecuencia aprueban iniciativas que van directamente en contra del interés general. Deben organizarse para repudiar públicamente, dentro de lo que autoriza la ley, a quienes, viviendo a sus costillas, holgazanean en sus bien remunerados cargos y se comportan como sus verdugos.