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Estos proyectos no son para mejorar la calidad del gasto y brindar mejores servicios y oportunidades a la ciudadanía, sino mayormente aumentos salariales para la ya supernumeraria e ineficiente burocracia estatal, creaciones de cargos improcedentes, indemnizaciones para “exobreros” de contratistas privados de Itaipú, ni siquiera del Estado paraguayo, o por “exposición al peligro” de “excombatientes” del golpe de febrero de 1989, hace más de tres décadas, o para equiparación de haberes jubilatorios en la de por sí tremendamente deficitaria Caja Fiscal.
El costo potencial para el fisco se estima en 1.800 millones de dólares. Preocupado, el ministro de Hacienda, Óscar Llamosas, advirtió que ello haría retroceder al Paraguay 20 años en seis meses, refiriéndose a que lo pondría en la grave situación de fines de los años 90, cuando, por el lastre de las crisis financieras, agravado por una seria crisis institucional, hubo recesión sostenida y cesación de pagos.
También advirtió Llamosas que, si continúa esta tendencia, el próximo gobierno se verá obligado a subir los impuestos, para exprimir todavía más a la ciudadanía que no vive del Estado, que es la enorme mayoría, y que ya viene duramente golpeada por la reducción de la actividad económica en la pandemia y por los años sucesivos de sequía.
Solamente considerando la Caja Fiscal, el déficit proyectado para el próximo mandato presidencial es de 2.500 millones de dólares al año, y eso sin la equiparación que se está planteando. Significa que, si no se hacen urgentes reformas, en pocos años habrá que duplicar el IVA, del 10% al 20%, únicamente para costear las jubilaciones de los funcionarios públicos, sin contemplar ninguna de las otras necesidades del Estado.
De hecho, indirectamente ya ha habido un fuertísimo incremento de la carga sobre las espaldas de la gente a través de la inflación, provocada principalmente por el desborde de los agregados monetarios a causa de la emisión inorgánica (no acompañada por el crecimiento económico) para financiar el tremendo aumento del gasto público y del déficit a partir de la pandemia. La suba interanual del Índice de Precios al Consumidor ya está consistentemente anclada en los dos dígitos, con mayor incidencia en productos de la canasta básica, como alimentos, lo cual impacta aún más en los bolsillos de los que menos tienen.
En contrapartida, los proyectos relacionados con la reforma del Estado, que hace más de 30 años vienen prometiendo para racionalizar y transparentar la utilización de los fondos públicos, duermen el sueño de los justos. Por citar ejemplos importantes, siguen sin aprobarse la nueva ley de contrataciones públicas, área en donde se podrían ahorrar hasta 4.000 millones de dólares al año según organismos multilaterales; la nueva ley de la función pública, para poner orden, requisitos para el ingreso, premios por méritos y desempeño y no por conexiones políticas, y sanciones y despidos para quienes no cumplen, no pasan de ser un borrador de anteproyecto; no se conoce ninguna iniciativa de revisión estructural de la Caja Fiscal y en el campo de supervisión y universalización de la seguridad social no se ha avanzado en absoluto. Supuestamente el Gobierno está preparando un paquete de reformas para presentar a fin de año, pero por ahora no pasa de ser una promesa, que difícilmente se concrete en pleno período electoral.
Es frustrante la indefensión en que se encuentra la ciudadanía frente a una clase política que, salvo pocas excepciones, no tiene reparos en repartirse y repartir entre su clientela y entre grupos de presión los recursos que aporta la gente con su trabajo.