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Formalmente, el país lleva casi dos años de restricciones ininterrumpidas a la libertad de los ciudadanos, algo que no se veía desde la época de la dictadura, con encadenados decretos que recuerdan a los que imponía sistemáticamente Stroessner cada tres meses para renovar el estado de sitio. El último de ellos fue firmado por Mario Abdo Benítez el 4 de enero sin cambiar una coma del anterior, con el presuntuoso título de “por el cual se establecen medidas específicas en el marco del plan del levantamiento gradual del aislamiento preventivo general en el territorio nacional por la pandemia del coronavirus…”.
Ya nadie lee ni cumple estos sucesivos decretos en lo que respecta al “aislamiento preventivo”, pero a ellos poco les importa, porque su objetivo primordial es utilizarlos tanto para abrir el paraguas como para saltarse normas administrativas que hacen al control del funcionamiento del Estado. No obstante, siguen siendo una espada de Damocles que en cualquier momento puede caer sobre la gente para cercenar sus derechos y garantías constitucionales.
Ciertamente la Constitución admite restricciones temporales a tales derechos y garantías en beneficio del interés general, pero esas limitaciones no pueden ser permanentes y las razones deben estar muy bien fundadas, lo cual ya no es el caso a estas alturas; no basta con repetir mecánicamente los mismos argumentos desde hace dos años. Incluso para la figura extrema del “Estado de Excepción”, instituida en el artículo 288, se establece un plazo de 60 días, prorrogables por 30 días más como máximo, justamente para defender la libertad como un bien superior. El mismo criterio debe primar en esta circunstancia, so pena de convertirse en un abuso inconstitucional.
Además de las consideraciones jurídicas, también hay cuestiones prácticas insoslayables. El Gobierno no tiene ninguna posibilidad real de hacer cumplir esas restricciones, y mucho menos si intenta hacerlas más estrictas, salvo de manera selectiva, es decir, arbitraria. Por lo tanto, sencillamente no tienen razón de ser. En un país como Paraguay, donde dos tercios de la fuerza laboral se emplea en el sector informal o cuasi informal, donde un alto porcentaje es cuentapropista, micro o pequeño emprendedor, pedirle a la gente que se confine, salvo por un período muy corto, equivale poco menos que a pedirle que no coma.
De la misma manera, durante casi dos años se mantuvo vigente la ley de emergencia aprobada en marzo de 2020, modificada y ampliada en dos oportunidades más, al amparo de la cual se ha producido la mayor repartija de fondos públicos de la historia económica del país, con la consecuencia de la lamentable pérdida de la relativa estabilidad que había alcanzado el Paraguay en las dos décadas anteriores, sin medición de impacto, sin evaluación de resultados, sin rendición detallada de cuentas, y sin que con ello se hayan logrado objetivos estructurales, como podría haber sido contar hoy día con un sistema de salud de primer nivel.
La ley finalmente caducó el 31 de diciembre de 2021, pero impulsan un proyecto para volver a instaurarla, extendiendo sus plazos y su alcance. Ello cuenta con el apoyo de algunos intereses sectoriales, esperanzados en recibir nuevos paquetes de auxilio, ya sean directos o indirectos, por ejemplo, para continuar trasladando al Estado o al IPS la suspensión de contratos laborales sin un seguro contributivo de desempleo.
Nadie desconoce que hay sectores de la economía real duramente golpeados por la pandemia, los cuales genuinamente alegan que no tienen la culpa de lo que ha ocurrido. Pero tampoco la tienen el resto de los contribuyentes y la ciudadanía en general, que ya sufre los efectos del excesivo gasto público, el alto déficit fiscal y el elevado endeudamiento, muy especialmente en términos de suba de precios y pérdida del valor adquisitivo de sus ingresos, sobre todo en los segmentos de menores recursos.
En vez de pensar en medidas inefectivas totalmente alejadas de la realidad, el Gobierno debe concentrarse en hacer mejor lo que le corresponde. La vacunación sigue siendo insuficiente y el sistema público de testeos es un desastre, lo que no permite identificar más rápidamente a los portadores del virus para reducir los contagios. Fuera de eso, las finanzas públicas no dan para más, la gente no puede dejar de trabajar, de estudiar, de realizar sus actividades lícitas; el Estado no puede reemplazar a la sociedad, y mucho menos costearla.