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“Las Fuerzas Armadas no tienen una cobertura constitucional. Hoy nuestras amenazas no son los vecinos, sino el crimen organizado”, sostuvo hace unos días en un programa televisivo el presidente de la República y comandante en Jefe, Mario Abdo Benítez. Al respecto, aclaró que esto se debe dar a través de una enmienda puntual de la Constitución que su Gobierno pretende impulsar para que los militares puedan incluir en tiempo de paz el nuevo rol de luchar contra el crimen organizado, como ocurre actualmente en las favelas de las grandes ciudades brasileñas. Agregó que a tal efecto impulsará un debate nacional.
Aunque en cierta forma la ciudadanía se ha acostumbrado a las cambiantes y, a menudo, contradictorias actitudes del Presidente de la República con relación a su promesa de drenar el pantano de corrupción en que yace el país, no por eso ha dejado de sorprenderse con la idea esbozada en esta ocasión como supuesta panacea para combatir con eficacia la inseguridad pública, en particular, la generada por el crimen organizado. A todas luces, se trata de una falacia política, de un maquiavélico proyecto de estafa intelectual al pueblo paraguayo, cuyo verdadero objetivo es desviar la atención pública de las verdaderas fuentes del mal que permea nuestra sociedad, cada vez con mayor rigor.
Como lo demostraran una seria investigación parlamentaria realizada en 2014 y una opinión emitida en su época de titular de la Cámara de Diputados por el actual vicepresidente de la República, Hugo Velázquez, en nuestro país el crimen organizado opera bajo el patronazgo de personajes políticos empotrados en los tres Poderes del Estado. En efecto, en 2014, tras una reunión entre miembros de la comisión senatorial de Prevención y Lucha contra el Narcotráfico y el entonces titular de la Secretaría Nacional Antidrogas (Senad), Luis Rojas, el senador Arnaldo Giuzzio proporcionó los nombres y apellidos de un grupo de legisladores y políticos sobre quienes existían presuntamente indicios de vínculos con el narcotráfico. La lista incluía a los entonces diputados –algunos de los cuales continúan en la legislatura– Freddy D’Ecclesiis, Bernardo Villalba, Marcial Lezcano, Magdaleno Silva (hoy fallecido), el suplente Carlos Sánchez (alias Chicharõ) y la entonces parlasuriana Cirila Concepción Cubas de Villaalta, todos del Partido Colorado.
¿Creerá el lector que esta denuncia tan grave, realizada en tan alta instancia, con toda la seriedad del caso, mereció la inmediata reacción de algún fiscal celoso de su deber? Pues que se quede con las ganas, ya que los mencionados legisladores y políticos nunca fueron molestados ni siquiera para dar su versión. A ningún agente del Ministerio Público tampoco le interesó la grave afirmación hecha por Velázquez, de que el crimen organizado había inficionado las instituciones del Estado. No se le requirió de ningún dato que pudiera conocer para iniciar alguna investigación.
Sin duda alguna, Velázquez tenía razón, porque solamente el patronazgo de los delincuentes de cuello blanco empotrados en los tres Poderes del Estado puede explicar la llamativa libertad de acción con que se mueven los diferentes grupos criminales dedicados al contrabando de drogas prohibidas, de cigarrillos y armas, así como al lavado de dinero sucio, mediante una vasta organización criminal con tentáculos en Brasil, Argentina, Uruguay y nuestro país, como la que ha sido recientemente descubierta mediante una pesquisa criminal impulsada por las autoridades brasileñas.
Puede recordarse también que, cuando fungía como ministro jefe de la Senad, Luis Alberto Rojas había sostenido públicamente que al menos un 70 por ciento del personal de la institución era “corrupto”. ¿Se ha tomado alguna acción para remediar esta situación? Ninguna, por lo que cabe pensar que esa legión de agentes corruptos sigue tranquilamente en sus cargos. Y no hablemos ya de intendentes, concejales y agentes de la Policía Nacional que han protegido de diversa manera el narcotráfico y otros delitos de la mafia. A modo de ejemplo, vale recordar que en 2015 una carga de 252 kilos de cocaína incautada poco antes fue robada nada menos que de la propia Jefatura de Policía de Pedro Juan Caballero.
Conociendo que la génesis del crimen organizado en el Paraguay pasa en parte por la clase política corrupta que accede a las bancas en el Parlamento gracias al dinero sucio aportado por los capomafiosos, comprometer a las Fuerzas Armadas a intervenir en la lucha contra la delincuencia organizada será como meterlas en la cueva del lobo. De allí solo pueden salir liquidadas o maltrechas, pues aquí no se trata de lidiar con quienes operan en el campo para perpetrar los delitos, sino con los padrinos poderosos que están empotrados en sus oficinas o sus escaños, donde no podrán ser derrotados por los militares.
No es descabellada la idea de modificar la Constitución y las leyes para dar a las Fuerzas Armadas alguna actividad que justifique su costosa existencia y, sobre todo, para adecuar su estructura a la realidad del país. Pero en el caso específico que nos ocupa, el presidente Abdo Benítez debe enfocar sus esfuerzos, con el auxilio de la ley, hacia los delincuentes de guante blanco, si es que verdaderamente quiere tener éxito en la lucha contra el crimen organizado, y no involucrar a otros agentes externos, con dudoso resultado.