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No fue sencillo para el cuadro paraguayo sobreponerse a una imagen que fue clara tras el partido de ida; el rival había sido superior y ello hacia suponer que si fue así en Asunción, la misión para el equipo argentino resultaría mucho más sencilla, casi un trámite.
Y enfrentar preconceptos de ese tipo ante rivales y público argentinos no se trata de una misión muy sencilla.
Pero Nacional fue en Buenos Aires lo que San Lorenzo en el Defensores. Fue un equipo dominante, seguro de sus fuerzas, ambicioso y convencido de que debía borrar la imagen de una semana atrás. Lo hizo con juego, que lo recuperó, y la entereza que hizo grande a este equipo, caracterizado por su humildad.
Al minuto de juego pudo haber cambiado la historia de la final y a Derlis Orué no se le abrió el arco. El poste le puso un freno a la ilusión de la Academia.
Luego, el fatídico minuto 35, el de la mano de Ramón Coronel, el que tuvo la desgracia de haber sido el que abrió el camino del éxito del rival en un partido que todos creían que no iba a jugar. Desventuras que acompañan la vida de los equipos que no llegan a sus metas. A partir de allí, todo ya fue cuesta arriba. San Lorenzo aprovechó el regalo que le cayó del cielo y no solo se puso al frente en el marcador, sino también la calma como para poner sobre el tapete, con Romagnoli y Ortigoza como conductores.
Nacional se llenó de nervios y prisa; ya no volvió a ser el mismo. Lo intentó y ya no fue posible, salvo para ganarse merecidamente la copa de la dignidad.