En los bosques, praderas y ciudades, las plantas intercambian información sin pronunciar una palabra. Lo hacen con químicos volátiles, impulsos eléctricos, vibraciones y redes subterráneas de hongos.
Esta “conversación” vegetal no se parece al lenguaje humano, pero puede coordinar defensas, compartir recursos e, incluso, alterar el comportamiento de insectos y microbios a su alrededor.
La ciencia que descifra estos mensajes está transformando nuestra comprensión de los ecosistemas y sugiere nuevas herramientas para una agricultura más sostenible.
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Mensajes en el aire: aromas que alertan y persuaden
Cuando una hoja es mordida por un insecto, la planta lesionada libera al ambiente una mezcla de compuestos orgánicos volátiles (VOCs). Estos aromas —desde terpenos hasta aldehídos— pueden advertir a plantas vecinas, que “preparan” sus defensas antes de ser atacadas.
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En la estepa del oeste de Estados Unidos, por ejemplo, la artemisa (sagebrush) emite señales que inducen respuestas defensivas en plantas cercanas, una forma de “inmunización” comunitaria documentada por décadas de experimentos de campo.
Los volátiles también pueden manipular a terceros. Maíces y otras gramíneas, al ser herbivorizadas, emiten compuestos que atraen a avispas parasitoides, enemigas naturales de las orugas. En palabras simples: la planta pide refuerzos y los insectos responden.
Más allá de la defensa, los VOCs influyen en polinizadores, alteran comunidades microbianas sobre las hojas y afectan la germinación en vecinas, componiendo un paisaje químico dinámico que se extiende metros a la redonda.
El reto científico ha sido separar señal de ruido en mezclas complejas que cambian con la hora del día, la intensidad de la luz y el estado nutricional.
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Herramientas como la cromatografía de gases acoplada a espectrometría de masas permiten “olfatear” con precisión qué se emite y quién lo percibe.
Bajo tierra: la “internet” del bosque
A nivel del suelo, raíces y hongos micorrícicos forman redes que conectan a múltiples plantas, incluso de distintas especies. A través de estos filamentos, circulan carbono, nitrógeno y, crucialmente, señales químicas.
Experimentos con isótopos estables mostraron transferencias de azúcares entre árboles, un fenómeno popularizado como “red de madera ancha” o “wood-wide web”.

En una célebre investigación en bosques de coníferas, se observó que abetos y abedules intercambian carbono según la estación y la luz disponible, modulando sus flujos como si se tratara de una economía cooperativa.
Estas redes también transmiten advertencias. Plantas conectadas por hongos pueden activar defensas más rápido que aquellas aisladas, lo que sugiere que los micelios actúan como cables que propagan señales químicas de estrés.
Lejos de un idilio universal, la red subterránea refleja los intereses de cada actor: los hongos “cobran” en azúcares, las plantas invierten más en relaciones que les ofrecen nutrientes o protección, y algunas especies compiten liberando compuestos que inhiben a sus vecinas.
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Electricidad y calcio: telegramas internos a distancia
Más allá de químicos, las plantas transmiten información con impulsos eléctricos y oleadas de calcio que recorren sus tejidos. Al cortarse una hoja o recibir una quemadura, sensores de membrana activan cascadas de calcio que viajan a lo largo del tallo, coordinando respuestas sistémicas: cierre estomático, producción de hormonas como el jasmonato y ajustes metabólicos.
En 2018, un estudio mostró que el glutamato —conocido neurotransmisor animal— desencadena en plantas rápidas señales de calcio que operan como un sistema de alerta de largo alcance.
Estos “telegramas” internos no implican neuronas ni cerebro, pero revelan que la información viaja velozmente y de manera integrada. En especies como la mimosa o la dionea atrapamoscas, los potenciales de acción se traducen en movimientos visibles. En la mayoría, esos impulsos afinan la fisiología sin espectáculo aparente.
Sonidos y vibraciones: frontera de un debate
¿Pueden las plantas “oír” o “emitir” sonidos funcionales? La biomecánica confirma que detectan vibraciones: grabaciones de la vibración característica del masticado de una oruga pueden inducir defensas en hojas intactas.
Más polémico es el hallazgo de emisiones ultrasónicas —chasquidos en rangos inaudibles— de plantas estresadas por sequía o cortes, medidos a distancia en laboratorio.
Algunos investigadores proponen que esos sonidos podrían informar a insectos o animales; otros advierten que falta evidencia de que constituyan señales ecológicas y no simples subproductos físicos del estrés. En bioacústica vegetal, la prudencia es norma: el campo avanza, pero las conclusiones aún se testean al aire libre.
¿Es “lenguaje”? Precisión frente a metáfora
En ciencias vegetales se prefiere hablar de comunicación o señalización. La diferencia no es trivial: evita proyectar categorías humanas y ayuda a formular preguntas medibles. ¿Qué moléculas viajan? ¿Qué receptores las captan? ¿Qué ventaja confieren en campo?
La caja de herramientas para espiar a las plantas es cada vez más sofisticada. Además de GC-MS para volátiles, se usan microelectrodos para registrar potenciales eléctricos, tintes fluorescentes que reportan calcio en tiempo real, y rastreadores isotópicos que siguen el carbono por el subsuelo.
Cámaras hiperespectrales detectan estrés hídrico por cambios en la reflectancia de las hojas, mientras que espectrómetros portátiles “olfatean” in situ cultivos enteros. El objetivo: ligar señales con resultados ecológicos, de la supervivencia al rendimiento.
Implicaciones: agricultura inteligente, bosques resilientes
Comprender este lenguaje silencioso abre opciones prácticas. En agricultura, el manejo de compuestos volátiles podría reducir plaguicidas al atraer enemigos naturales o “preparar” cultivos antes de plagas.
Sistemas de policultivo como el “push-pull” en África oriental aprovechan volátiles de plantas acompañantes para repeler insectos de los cultivos y atraerlos a trampas vivas, a la vez que controlan malezas y mejoran suelos.
En silvicultura y restauración, preservar las redes micorrícicas acelera la recuperación tras incendios y sequías. Plantar especies nodrizas que facilitan a otras—vía sombra, agua o redes subterráneas—puede aumentar la supervivencia en climas extremos.
En ciudades, combinar árboles y flores que emiten señales atractivas para polinizadores fortalece corredores ecológicos.
La comunicación vegetal también redefine cómo medimos el estrés ambiental. Sensores de ultrasonido o de VOCs podrían alertar de sequías antes de que se amarilleen las hojas, permitiendo riegos de precisión y ahorro de agua.
Lo que falta por descifrar
Quedan preguntas clave. ¿Hasta qué punto las señales son específicas entre especies? ¿Cómo influye la microbiota en la “gramática” química de una planta? ¿Qué fracción de los sonidos registrados cumple una función ecológica? Y en un mundo más cálido y con atmósferas enriquecidas en CO2 y ozono, ¿cómo cambiará el “clima” de señales que guía interacciones fundamentales?
La paradoja es que, aunque las plantas no hablan, su “conversación” nos afecta a todos: del café que bebemos a los bosques que amortiguan el clima. Aprender a escucharla —con menos metáfora y más medidas— puede ser una de las tecnologías verdes más poderosas de nuestro tiempo.
