La escena parece salida de una fábula submarina: en un arrecife del Pacífico, una hembra de pez payaso desaparece y, en cuestión de días, el macho dominante comienza a transformarse en hembra.

No es magia ni error de calendario biológico: es un proceso real, regulado por señales sociales, hormonas y genes que la evolución ha perfeccionado para maximizar las oportunidades de reproducción. En el reino animal, cambiar de sexo no es excepción, sino estrategia.
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Más allá del mito: dónde y por qué ocurre
La transición sexual espontánea se concentra sobre todo en peces marinos y algunos invertebrados.
En el mar, donde las comunidades son fluidas y el tamaño corporal determina el éxito reproductivo, el “modelo de ventaja por tamaño” ofrece una explicación robusta: cuando ser hembra resulta más ventajoso a gran tamaño (por la producción de más huevos), o ser macho rinde más cuando se alcanza un dominio territorial, los individuos pueden cambiar de sexo a lo largo de su vida.
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Este cambio puede seguir dos rutas principales. La protandria —de macho a hembra— es célebre en los peces payaso (Amphiprioninae): los grupos viven jerárquicamente, con una hembra alfa y un macho reproductor. Si la hembra muere, el macho asciende y su fisiología se reconfigura para producir óvulos, mientras un individuo subordinado madura como nuevo macho.
En la protoginia —de hembra a macho—, común en lábridos y peces loro, las hembras pueden transformarse en machos “terminales” con colores brillantes y conductas territoriales cuando falta un macho dominante.

Existe también el cambio bidireccional, un fenómeno aún más sorprendente documentado en algunos gobios, capaces de alternar entre macho y hembra según la disponibilidad de pareja, y la hermafroditía simultánea en invertebrados como los caracoles o ciertos peces serránidos, que pueden producir esperma y óvulos a la vez, aunque suelen preferir el intercambio con otra pareja para mantener la diversidad genética.
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El engranaje invisible: del cerebro a la gónada
Detrás del cambio está una cascada neuroendocrina que traduce “señales sociales” en decisiones biológicas. La ausencia de una hembra dominante, la densidad poblacional o la estructura del grupo desencadenan cambios en neurotransmisores y hormonas.
La producción de esteroides sexuales se redistribuye: cae la testosterona o la 11-cetotestosterona en la transición a hembra; se reduce la aromatasa (enzima que convierte andrógenos en estrógenos) en la transición a macho.
A nivel molecular, genes reguladores del desarrollo gonadal como dmrt1 y foxl2 se reprograman, activando o silenciando vías que remodelan el tejido: los ovocitos pueden reabsorberse y dar lugar a túbulos seminíferos, o viceversa.
Este “remodelado” no es exclusivamente gonadal: el cerebro y la conducta cambian en paralelo.
En especies como el lábrido de cabeza azul, la transformación social puede dispararse en horas, la conducta territorial aparece en días, y la maduración completa de las gónadas se consolida en semanas.
Ventajas evolutivas en un océano incierto
El cambio de sexo resuelve un problema logístico: ¿cómo reproducirse de forma óptima cuando las parejas son escasas, el paisaje cambia y la mortalidad es alta?
La protandria favorece hembras grandes con gran fecundidad; la protoginia asegura que, si falta un macho, una hembra con suficiente tamaño y energía asuma el rol, manteniendo la productividad del grupo.
La flexibilidad bidireccional permite que poblaciones pequeñas no queden bloqueadas por desbalances de sexos.
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Para invertebrados sésiles como las lapas zapatilla (Crepidula), que viven apiladas, el cambio de sexo según la posición en la “torre” garantiza que el sistema tenga siempre un equilibrio funcional entre productores de esperma y de óvulos, incluso si la estructura del grupo se altera.
Conservación y pesca: cuando el sesgo sexual importa
La biología del cambio de sexo no es una curiosidad; es un factor crítico de manejo pesquero. En especies protogínicas, las pesquerías que seleccionan individuos más grandes tienden a extraer desproporcionadamente machos, lo que puede provocar colapsos reproductivos y envejecimiento de las cohortes.
La gestión moderna incorpora límites de talla, vedas temporales durante agregaciones reproductivas y zonas de no pesca para proteger los machos terminales y mantener el equilibrio social que sostiene la renovación de la población.
La contaminación y el calentamiento también pesan. Disruptores endocrinos presentes en aguas costeras pueden alterar rutas hormonales clave y sesgar la proporción de sexos.
Cambios térmicos afectan el metabolismo y los ciclos reproductivos, con consecuencias aún inciertas sobre especies con plasticidad sexual. Para ecosistemas coralinos ya estresados, perder la “capacidad de maniobra” que brinda el cambio de sexo sería otro golpe a su resiliencia.
Lo que queda por descubrir
Aunque los pilares hormonales y genéticos están mejor descritos, persisten interrogantes: ¿qué variación existe entre poblaciones y especies cercanas? ¿Cómo interactúan las señales sociales con el genoma y el epigenoma para orquestar cambios tan profundos sin comprometer la fertilidad?
Con nuevas técnicas —desde transcriptómica de célula única hasta observación automatizada en campo—, la ciencia comienza a vincular escenas como la del arrecife del inicio con mapas precisos de moléculas y circuitos neuronales.
La naturaleza, a su manera, dejó escrito un manual de flexibilidad. Los animales que cambian de sexo muestran que el desarrollo no es una autopista de sentido único, sino una red de caminos que se bifurcan y convergen según las condiciones.
En un planeta cada vez más variable, entender esa plasticidad no solo sacia la curiosidad: puede ser clave para conservar la vida que late bajo las olas.
