Hay diversos motivos por los que uno quisiera ser Presidente de la República. Puede que sea para mejorar la calidad de vida de sus conciudadanos, o instaurar un modelo de organización política beneficiosa para la mayoría. Y puede que alguien quiera ser presidente para asegurarse económicamente y, de paso, viajar por el mundo.
Fue a fines de febrero de 2004 cuando el jefe del área Política de ABC Color de entonces, Edwin Brítez, me propuso hacer una columna semanal en el diario sobre las cuestiones parlamentarias, dado que era el periodista acreditado ante la Cámara de Senadores.
Entre otras cosas, el cartismo acentuó en el Partido Colorado una tendencia a la conducta irracional y la prepotencia. Una buena parte de sus autoridades, y también algunos de sus adherentes, son incapaces de autocrítica y, mucho menos, de asumir críticas.
La historia que procuran vender los cartistas de cómo, supuestamente, se montó una conspiración por parte de autoridades del anterior gobierno colorado, encabezado por Mario Abdo Benítez, junto con el entonces embajador de Estados Unidos Marc Ostfield, para hundir al líder de Honor Colorado Horacio Cartes es sorprendente.
A esta altura, cabe ya plenamente hacerse la pregunta: ¿Es esta de Santiago Peña la administración de gobierno, desde 1989, más voraz en cuanto a beneficiarse del dinero público? ¿O solo es una más de las varias que hicieron lo mismo antes, solo que ahora surgen muchas pruebas documentadas y contundentes de su voracidad?
La pregunta que seguramente debe hacerse buena parte de la ciudadanía paraguaya es si Santiago Peña tenía desde un principio intenciones de asumir la conducción del Estado solo para beneficiarse económicamente o si su caso cae en aquello de que “la ocasión hace al ladrón”.