Como padre de tres hijos pequeños y periodista con una mirada crítica sobre la realidad, hay algo que me inquieta cada vez que piso un supermercado. No se trata de los precios ni de la calidad de los productos. Es una preocupación más sutil, pero a mi juicio, profundamente insidiosa: las máquinas “agarra peluches”.
En el corazón de un país donde la salud pública se desangra lentamente, la educación agoniza en el abandono y la falta de medicinas transforma los hospitales en lúgubres antesalas de la muerte, el Gobierno, atrapado en una amnesia insólita, impulsa desde el Congreso la compra de aviones de guerra.
Mientras un grupo de legisladores surca las aguas del Potomac, deleitándose con lujos inmerecidos, nuestros compatriotas se debaten en la precariedad económica. La ironía resulta lacerante: mientras unos se adueñan de pingües beneficios, otros luchan por acceder a los servicios básicos. Esta disparidad entre la opulencia de unos pocos y la penuria de la mayoría revela una sociedad profundamente enferma.